He visto la ilusión en los ojos de los muchachos que quieren ser toreros. Expectantes, sentados en las butacas del salón de sesiones del Ayuntamiento de Rioseco escuchan las palabras de los organizadores del Certamen, siguen con interés las exposiciones y esperan impacientes el momento en el que, con capote y muleta, compondrán su figura dando pases, ellos solos, a un toro, soñando con oropeles y triunfos, aplausos y ovaciones, gritos y fama, oportunidad y dinero, viéndose en la cima de una profesión a la que quieren dedicar su vida.
Son los muchachos, algunos chiquillos todavía, sucesores de los que en otro tiempo recorrían los caminos entre poblaciones por las que discurría el devenir de su actividad de maletillas. Con el hatillo al hombro, asomando el estaquillador de la muleta y con caras de hambre y necesidad, pero con la sonrisa dibujada en sus labios, pedían la oportunidad para torear durante las fiestas patronales de los pueblos una vaca brava o un toro, pasados de edad, sentido y metafísica. Ahora, los medios y las circunstancias han mejorado notablemente el riesgo, las evoluciones y la proyección de aprendizaje profesional con escuelas taurinas, tentaderos y bolsines que llenan y ofrecen la oportunidad, casi sin tener que hacer tapias, sin pasar frío, a quienes quieren un día vestirse de luces e intentar triunfar en una de las profesiones más difíciles y duras que circundan la vida del hombre.
Los he visto con el espejismo del sueño y la utopía dibujada en sus rostros, llenos de vida, a casi todos ellos. Comprendí cómo es posible que algunos se hayan desplazado cientos y cientos de kilómetros para poder dar unos pases a las becerras. Ya saben, hoy como ayer, que ser torero exige sacrificio, entrega y dedicación. Por eso no extraña que desde Francia o Cádiz por poner un par de ejemplos algunos de estos aspirantes a toreros, hayan venido en una mañana casi de primavera, lluviosa y plomiza a Rioseco y tengan la cara de sueño, pero con la energía, el brío y las ganas intactas y el ardiente deseo de arrancar su participación en el Certamen, ser los mejores y poner encima del ruedo su carta de presentación para entender y mostrar lo que llevan dentro.
Este casi medio centenar de muchachos, ilusionados y entregados con una afición desmedida fueron firmando su acta de participación, abonando los derechos de inscripción y metiendo la mano trémula y temblorosa en las gorras donde los papelillos del sorteo debían colocarlos en el orden de lidia y, antes, saludando cortésmente a quienes los recibían en la mesa, reconociendo a la organización el esfuerzo que debe hacer todos los años para que ellos puedan ejercer y practicar y continúe imperceptible, escalonada y lentamente el juego eterno del hombre con el toro.
Luego, a vestirse en las dependencias municipales con el traje corto, acercarse al coso del Carmen, venerable plaza histórica donde las haya de nuestra provincia vallisoletana, realizar allí los estiramientos propios de músculos, templar capotes y muletas, y la sesión gráfica, mirando el lugar, afianzando el calzado en el albero, antes de que se abra el portón de los sustos y demuestren lo que tienen dentro y han venido a revelar a los demás.
Por encima, el cielo encapotado de nubes, deja pasar tibiamente unos rayos de sol que iluminan la mañana y los rostros emocionados, inquietos, conmovidos de unos muchachos que quieren algún día llegar a ser toreros.
Y el chirrido al descorrer el cerrojo del portón de toriles nos vuelve a todos a la realidad dura y difícil, fugaz y comprometida de una profesión bellísima, señera, única, ejemplar e incomparable para estos muchachos con los que hoy he convivido y querido acompañar.
Juanjo dice
Muchas gracias por estas palabras emocionadas y bonitas y por el esfuerzo que hacen para que los chicos puedan torear.
Juanjosé Alonso