Victorino Martín Andrés ha sido galardonado con el Premio Nacional de Tauromaquia 2016 que concede el Ministerio de Cultura. El jurado ha considerado «la excepcional temporada desarrollada por la ganadería de Victorino Martín en el año 2016, consiguiendo tres indultos en las plazas de toros de Sevilla, Calasparra e Illescas», así como «la incomparable trayectoria de dicha ganadería, cuyo nombre ha quedado asociado a valores como la emoción, la bravura o la protección del valiosísimo patrimonio ecológico que encierra la Tauromaquia». El Premio Nacional de Tauromaquia está destinado a reconocer la labor meritoria de una persona, entidad o institución durante la temporada española, y está dotado con 30.000 euros.
EL PALETO GENIAL
Escrito por JAIME BRAVO.
Un aciago día de 1936, un grupo de milicianos apresó a Adolfo, el del estanco, y le sacaron a dar un paseo del que no volvería jamás. Era un hombre sencillo de un pueblo humilde. Tenía mujer y tres niños. Pero la guerra no entiende de estas cosas. Sólo de sangre y muerte. La de los inocentes. La señora Candelas, como la de Miguel Hernández, tendría que sacar adelante a su progenie con la sangre de cebolla, escarchada de azúcar y hambre. Los tres eran varones. Adolfo el mayor, Victorino, y Venancio el más pequeño. Ellos aún no entendían por qué padre no regresaba del “paseo”, pero su infancia ya nunca sería igual. Ahora eran los “hombres” de la casa. Y ejerciendo de cabeza de familia, el joven Victorino abandonó sus estudios en el colegio de los Agustinos para ayudar en los negocios de la familia. A esa nueva España, vil asesina de García Lorca, no le interesaba una sociedad culta y preparada. Con leer y escribir era suficiente. Y eso Victorino ya lo sabía.
Al poco tiempo, se hizo cargo de la carnicería que el tío Mateo tenía en Torrelodones. Sus hermanos abrirían otras dos más allí también. El oficio lo desempeñaban entre el despacho de carne, y el chalaneo del ganado que compraban para abastecer el negocio. Ahí entablaron sus primeros contactos con ganaderos de la zona, a los que compraban toros de desecho. Eran muy aficionados, lo que motivó que en los tratos de carne, compraran también animales moruchos destinados para la lidia. De esa forma, debutaron como empresarios por los pueblos de la provincia de Madrid. Este oficio era el que realmente les gustaba y, poco a poco, fueron comprando vacas de casta hasta formar una ganadería heterogénea, que en 1953 inscribieron en la Asociación de Ganaderías de Lidia, bajo el hierro de la “V”, del abuelo Venancio. Con ese hierro habían herrado las vacas de carne desde los tiempos de Galapagar.
Decía el célebre Sánchez Mejías, que los toros tienen el mismo carácter que sus dueños. Y Victorino tiene sangre de “Saltillo”. Así, una calurosa mañana de agosto, compra junto a sus hermanos una parte de la ganadería de los hermanos Escudero Calvo, la que estuvo años atrás en manos del Marqués de Albaserrada. Corría el año 1960, y los cárdenos, condenados al matadero, ya estaban en buenas manos.
Comenzó así un periplo ganadero lleno de sacrificio e ilusión, recompensado en el ruedo a pasos agigantados. En el 65 compra la última parte de la ganadería de Escudero Calvo, y la finca de Monteviejo, la cuna de la ganadería. Era y es, una finca muy rica. Con parte de secano y de regadío. Un vergel en los áridos veranos cacereños. Un manantial de bravura regado por el Árrago. Ese río al que le debe la vida.
En las vísperas de los San Juanes de Coria, el semental “Hospiciano” se cruzó con Victorino faenando en el campo. Nueve años de casta y bravura grisácea pasaron por encima de él. Aquel toro desagradecido, caló centímetro a centímetro los pitones sobre su cuerpo. Una y otra vez. Hasta llegar al Árrago. ¡Bendito cauce de vida! “Hospiciano”, fruto de la dura batalla y su fatal vergüenza, murió solo tres días después. Pero había dejado su impronta de bravo en la cabaña del maltrecho Victorino. Y al año siguiente, “Baratero” saltaría al ruedo de Las Ventas. Dicen que Andrés Vázquez aún sueña con él. No es para menos. Un toro en Santa Coloma que hoy no pasaría el reconocimiento ni como novillo. Pero vaya con el “torito”. De dos orejas y vuelta al ruedo. Por algo lo reseñó Victorino.
En el 70 llegaría Francia, y en el 71 la primera televisada. La divisa azul y encarnada estaba cada vez más en boga, y su polémico ganadero comenzó a despertar suspicacias entre los compañeros de profesión, por la casta y bravura de sus toros, y por el altísimo precio que pedía por ellos. Y el mote de “paleto” salió a la palestra. No era casual. Pero tampoco era motivo de vergüenza. No sabían que ese paleto de Galapagar abandonó los Agustinos para ayudar en casa en los años del hambre. Sin embargo, no fue óbice para desempeñar su sueño de la manera más brillante. Aquel paleto tenía un don innato para la selección ganadera. Un don que no se aprende con los libros. Un don que sabía que tenía, y lo jugaba a su favor. Un genio ganadero. ¡Menudas luces tenía el paleto!
En el 75 “Jaquetón”, y en el 76 otro nombre propio, el de Julio Presumido. El Mayoral con mayúsculas de la ganadería. La historia de la tauromaquia está grabada a sangre y fuego con nombres como el suyo. Juntos, en el laboratorio de Monteviejo, jugarían con la alquimia de la bravura para alcanzar las cotas más altas del éxito. Y esa cumbre la alcanzaron en 1982. ¡Qué año! Por aquel entonces, las acciones de Victorino ya cotizaban al alza, pero ni el mismo se podría imaginar lo que acontecería el 1 de junio.
La transición se cerraría ese año con el gobierno de Felipe González, y España vivía entre la “rosa roja” y ‘Naranjito’. La movida madrileña estaba en pleno auge, y un país dispar, que bailaba con Isabel Pantoja y Las Vulpes. Hasta aquel primero de junio.
El “paleto” reseñó la mejor corrida que tenía en los prados de Monteviejo. Una corrida pastueña, muy seria y con edad. Julio sabía lo que llevaban. En el cartel tres toreros. Ruiz Miguel, Palomar y Esplá. Tres héroes. En la plaza el “No hay billetes”. Murmullos de expectación en los tendidos. El 7 esperando un desliz de Victorino, y Matías Prats padre, poniendo la voz a la retransmisión de Televisión Española. Saltó al ruedo “Pobretón”, y se congeló el tiempo. Algunas palmas por su presentación. Era cárdeno oscuro, cornipaso y serio. Lucía altivo el 91 en su costillar derecho. Con trapío pero ligero de carnes. “Sólo” 509 kilos, pero Victorino, carnicero en su primer oficio, sabía que eran los suyos. Le había tocado en suerte a Francisco Ruiz Miguel, que ya los tildaba de “alimañas”. Y es que como dijo Sánchez Mejías, tenían el carácter de su ganadero. Y Victorino no era paleto, era alimaña. Impetuoso tomó el capote del de San Fernando, volviéndose fiero y codicioso, metiendo la cara, acortando la distancia y apretando al maestro. Chicuelinas al paso para colocarlo al caballo. Lo dejó largo, pero el “Rubio de Quismondo” levantó el brazo y presto acudió ‘Pobretón’. Empujó y metió riñones. Tomó una segunda vara suelta, y con alegría un tercer puyazo. “El Formidable” garapullea al toro y Ruiz Miguel brinda al público. La tarde comienza a teñirse del color del triunfo, y Francisco lo recibe con la diestra. El toro es un lujo, y no tarda en cambiar de mano. A la de los billetes. Natural a natural va firmando una faena de antología que remata con una brusca estocada. “Pobretón” se resiste a morir, pero la vida se le escapa aún con la boca cerrada. Un certero descabello y gritos de “torero torero” en los tendidos. ¡Qué toro! ¡Dichosa alimaña!
“Playero”, “Mosquetero”, “Director”, “Gastoso” y “Carcelero”, completaron la gloriosa tarde. Reatas de alcurnia. Todos grises como la ceniza, pastueños de hechuras y comportamientos. Bravos como ellos solos. Fieros y nobles. El toro de los sueños que cada noche buscan los toreros. Y ese día lo encontraron. Los tres. Seis toros alados como el que pinto Picasso.
Escasamente un mes después, tocaron clarines y timbales para recibir a “Belador”, la joya de la corona. Era la corrida de la prensa, una concurso. El momento idóneo para premiar a Victorino por la insigne corrida del uno de junio. Y a poco que “Belador” empujó… ¡el indulto! ¡El culmen! ¡El único! Ponía así punto seguido a lo que el mismo llamó “la década prodigiosa”.
Yo nací varios guarismos después de estos años dorados, pero la historia aún sigue viva. En gran parte, por la contribución de Televisión Española, de cuando en la tele pública retransmitían corridas de toros… Victorino seguiría levantando ampollas en la profesión, anteponiendo siempre el toro íntegro y encastado. Por lo que, en los años venideros, sufriría el acoso veterinario hasta el punto de exiliarse en Francia, donde lidiaría una camada entera. Eran las consecuencias de ser el más querido, y el más odiado.
Y con el nuevo milenio seguirían los triunfos, el “efecto 2000” no afectó a la vacada. “El Cid”, cimentaría gran parte de ellos. Aún recuerdo la faena a “Bombonero”, sentado junto mi abuelo en la Cafetería Toxcano. ¡La puta espada!
Recuerdo a un Abellán desbordado por las Albaserradas en la plaza de tientas de San Marcos. ¡Me muerden las medias!, decía riendo entre dientes… ¡Qué tiempos!
Siempre fui de Victorino. Y de Sánchez Cobaleda. Quizás por ser ganaderías vecinas. Quizás porque desde niño me asomé a las tapias de sus fincas para contemplar sus toros. Horas y horas de paciente acecho. De frío y agua en invierno, y de calor y polvo en verano. Quizás porque una de mis primeras entrevistas la hice en el bar “Carretera” de Portezuelo. O por los corrillos taurinos en el bar ‘El Ruedo’ de Moraleja… O quizás, porque atesoran dos patrimonios genéticos prácticamente únicos de la cabaña brava. Dos encastes con personalidad, fieros y bravos. De lámina imponente y pelo fino. Señorial. El rey de la dehesa Extremeña. Los patas blancas de Cobaleda, no sobrevivieron al feroz “control” veterinario. La maldita legislación nos los robó. Fue sin duda uno de mis días más tristes y frustrados como aficionado.
Pero a los cárdenos, por suerte, aún les auguro muchos años de éxitos más. Y la perpetuidad del encaste se la debemos al de Galapagar. Le debemos el legado del Marqués de Albaserrada, que rescató del matadero para regalarnos algunas de las tardes más gloriosas de la historia de la tauromaquia. La defensa de la integridad, y anteponer el toro ante todo. Sólo una personalidad genial podía lograrlo. La suya. Valores que contrapesan con la putrefacta Fiesta actual. “Si se cae el toro, se cae la Fiesta”, y tiene razón. La Fiesta y la afición están en deuda con él. La Medalla de Oro de las Bellas Artes es solo un tributo. Una parte del diezmo que le pertenece, y que algún día, el tiempo le dará.
Gracias Don Victorino, Ilustre “Paleto”.
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