Llegó, inexorable el calendario, el diagosto. Fiestas de una u otra forma en todos los pueblos de la región. La Asunción de Nuestra Señora y el santo del perro y la calabaza, San Roque, traen los toros a muchos de los pueblos castellanos. Traen también el encuentro anual con aquellos que dejamos olvidados y con los que compartimos charla, vino y viandas alrededor de una mesa tosca y desaliñada en la frescura de una panera, de una bodega o de una limonada.
La Virgen de Agosto y San Roque, dos de las advocaciones del santoral más toreras de España junto con el 8 de septiembre, Natividad de Nuestra Señora, dibujan un panorama taurino alentador, esperanzado, lleno de alegría y emoción en calles, corros y plazas de nuestros pueblos, corriendo y burlando la embestida de un toro bravo.
Es el momento de recordar, por ejemplo, muchas de las importantes localidades de la provincia vallisoletana que se entregan al juego eterno del hombre con el toro: Peñafiel, en su genuina plaza del coso, histórica y espectacular; Tudela de Duero, a la abrigada de los álamos de la ribera, corre toros con años y pitones; Rueda y Pollos, Villalar y Wamba; Viana y Castrejón de Trabancos; Cabezón de Pisuerga y Aldeamayor de San Martín… Localidades todas ellas unidas por el denominador común, el símbolo único de la identidad española que se ha extendido por oteros y riberas, páramos y valles.
Pero en esta llamada alegórica a la fiesta donde los toros tienen el protagonismo, pues, como dijo un viejo alcalde de por aquí, «una fiesta sin toros, es una fiesta muerta«, no pueden faltar las recomendaciones de alerta, prudencia, sentido y buen juicio de la gente para participar en encierros, capeas y probadillas. No todos podemos correr, citar, torear, intervenir en la lidia; pero eso sí, cada uno que participe desde el lugar más adecuado y seguro para él, pues la misma sensación atávica de miedo y emoción tiene quien está cerca de los cuernos del toro que quien está sentado en el último palo de cualquiera de las plazas donde los toros se corren. No queramos alardear de lo que no somos capaces de ejercer y ejecutar con absoluta seguridad. Por eso, bien está entender que encaramado en un balcón, aupado en la talanquera, o tras el parapeto protector también se disfruta con los toros. Miremos nuestra propia seguridad que, ya se sabe, tratándose de toros, el peligro está en ciernes y aparece en cualquier recoveco, donde menos se espera.
Las normas de seguridad en los encierros deben observarse escrupulosamente por cuantos voluntariamente participan en él, por los responsables municipales de los pueblos y por los organizadores de la función. Así se evitará más de un disgusto entre la gente que, en masa, acude a las localidades a seguir con un rito atávico, recibido de padres y abuelos, mamado desde la infancia, heredado de los mayores que revitalizan de alegría y emoción muchos de nuestros pueblos, al llegar el diagosto.
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