El triunfo de Emilio de Justo esta tarde en la feria de otoño de Madrid es una de las puertas grandes más singulares obtenidas por un torero de silencio, callado y maduro que ha cimentado su arte de torear en la expresividad, la verdad y la entrega, rematando además, como matador de toros que es, con dos estocadas canónicas, impresionantes, de antología.
Y me alegro por él, como por sus mentores, por el trabajo y el esfuerzo que han empleado para conseguir el mejor de los fines y los objetivos de logro completo. Hoy, Emilio de Justo, con la reciente herida en el cuerpo y en el alma por la desaparición de su padre, con los ojos arrebatados de lágrimas de cariño, elevó la oreja del primer toro al cielo de Madrid para que el tendido de los ángeles y bienaventurados la vieran. Algo parecido, inenarrable ya, con la segunda merecida de la tarde y además lidiando toros bravos, duros, fuertes, encastados, de verdadero peligro, del Puerto de San Lorenzo.
Emilio de Justo entre el tremolar de pañuelos del tendido por dos lecciones prácticas de cómo deben matarse los toros, su toreo y su peculiar momento, merece el respeto que ya tiene y el reconocimiento de los aficionados. Este hombre ha dado hoy la vuelta a una tortilla que ya parecía esturada en la sartén. Bien merecido lo tiene.
Superándose a sí mismo, él dijo “Es el sueño de mi vida, lo soñaba mi padre cuando venía a entrenar conmigo y más feliz no puedo estar”. Y así salió en este otoño cuando maduran los acerolos, izado en hombros a la calle de Alcalá un torero, un hombre, un grande.
Foto: Sentimiento taurino/Valdivielso Y FERMÍN Rodríguez
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