«No rompo nada, y lo cambio todo», parece decirle Javier Conde al viejo maestro de Villalpando Andrés Vázquez en un encuentro de ambos no hace tanto tiempo por tierras de Rioseco, toreando un festival a beneficio de los enfermos de cáncer. En ese grato recuerdo de reencuentro de dos personalidades señaladas por la vida, tratadas y maltratadas por el tiempo, luces y sombras en su desenvolvimiento vital, explosión de fantasía y vieja realidad del toreo clásico, formado en los fogones del esfuerzo, pulido y sometido, sentimiento y grandeza, duende y alma, regusto y disfrute en cada lance, en cada muletazo, en cada momento, está la unidad indivisible.
El esposo de Estrella Morente, la cantaora, madre de sus hijos Curro y Estrella, torero fugaz y sentido, crujido de huesos en escorzo imposible, donde se para el movimiento por un instante, justo el que queda grabado en la retina del espectador, el que recuerda toda su vida, como me pasa a mí con un natural de Rafael de Paula en Málaga que aún no se me ha olvidado, es un torero que vino del sur y debutó en Buenamadre con picadores, forjando en su arte el sentido racial y grande que da Salamanca, hasta volver a su tierra donde Pedro Moya «El niño de la Capea» le doctoró como torero.
A su lado, escucha con atención y jolgorio sus palabras Andrés Vázquez, otro que tal baila. Historia viva de un torero salido y surgido de los pueblos con capeas, en la lidia de toros y vacas curtidos en años, sudores y metafísica, arboladuras que ponen al más pintado nervioso y rápido surge el escalofrío del miedo. Hacerse torero en las capeas es algo que ya prácticamente había desaparecido, aunque en esta temporada haya revivido la función, especialmente en Ciudad Rodrigo y en Coria, con otro torero sevillano de protagonista que se llama Marco Antonio Gómez, luchador incansable, valiente, artista y consumado torero de raza, entrega y asiento, que llama y no le abren las puertas feriadas.
En fin, en la fotografía comentada, están dos mundos retratados, recogidos, unidos y esperanzados en el mismo objetivo: Hacer grande a la fiesta de toros. Poner el sentimiento por encima de todo, la propia vida que es el bien más querido. Uno, Javier Conde «no abandona la pura esencia del toreo eterno… no rompe nada y lo cambia todo… no busca sino que encuentra… encuentra un toreo de iluminaciones sucesivas«, en palabras de Bergamín Arniches. Y el otro, Andrés Vázquez a quien Paco Cañamero ha expuesto y recorrido su vida en un recomendable libro titulado «¡Pasión torera!» quiero ver a los toreros, incluso a José Tomás, con corridas de toros de verdad».
Justo ahora cuando parece que el toreo da las boqueadas de fin de una época por la cerrazón de quienes ostentan la corona y están arriba del escalafón, bien es verdad que por sus méritos, pero exigiendo y conformando a su medida artística cada vez más las reses a lidiar, en un sentido más de espectáculo y plasticidad que de lid, lucha, exigencia y dureza, la foto sigue dándonos la solución a partes iguales, mitad y mitad. Y no una sola parte en detrimento de la otra. Pureza y sentimiento, he ahí la grandeza del toreo y la razón de una Tauromaquia eterna.
Foto: José Fermín Rodríguez/Archivo Federación taurina de Valladolid
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