Aquel año de pandemia y mascarilla, la Villa de Pedrajas de San Esteban celebró su tradicional festejo taurino de «El Piñón de España» para novilleros con caballos y allí intervino el hoy ya torero Diego García quien, una vez acabada la novillada, hizo entrega de un capote de brega a FERMÍN, el retratista de Medina del Campo con el que vamos bregando temporada tras temporada.
El regalo se lo hizo Diego tras salir de la Plaza poniendo la caprichosa petición de mi buen compañero Fermín cuando todavía se atrevía a echarle por delante en unos lances más de mandil que al delantal a las vacas bravas, compensando así tantos años de seguimiento y amistad.
El padre y apoderado de Diego, Blas García, un hombre entregado a la causa de su hijo, conocedor más que en profundiad de esta vocación elegida por sus vástagos, primero Álvaro y ahora Diego, que han llegado a la cima de diestros toreros, tomando la alternativa soñada. Blas, digo, siempre generoso y agradecido, no se olvidó de aquella petición de un tiempo pasado, cuando el engranaje empezaba a echar a andar por esas plazas de Dios.
Hoy Fermín y yo hemos cubierto una temporada en amor y compaña, superando él la dolencia que le ha tenido aquejado tantos meses desde que le dio el vaivén la vida. Y por eso, en recuerdo de ello traigo aquí a dos buenos amigos con los que comparto muchas tardes de toros desde que nos metimos en este berenjenal de la crítica taurina.
Fermín y Diego, él embozado por mor de las circunstancias, recibe del torero de San Sebastián de los Reyes el capote con el que bregó en Pedrajas los novillos que le tocaron en suerte.
Aprieta fuerte la tela, ahondando el nervio y ahuyentando el miedo, que va a salir el toro. El subalterno apoyado en la contera del burladero de cuadrillas espera, avizorando la oscuridad de la manga de chiqueros, la salida del toro al ruedo. Mientras tanto la negrura se hace claridad y guadaña de muerte, el subalterno aprieta reciamente el capote que a su vez estira las orejas como el caballo de rejoneo, cuando el caballero se acerca de frente y por derecho al terreno del toro, para intentar oír mejor el bufido, resoplido inmenso, del animal, jadeo y estertor de la verdad.
La mano del torero, marcados huesos y tendones, se aferra a la tela en un reflejo condicionado por el miedo, la responsabilidad, el sobresalto, el canguelo… y la oreja del capote se estira recta y expectante ante la llegada del topetazo, como complemento del miembro humano que agarra el seguro defensivo con que cuenta el hombre en el trance.
Hay mucho que ver y que contar en la fiesta de toros. Y mucho más lo que recoger y exponer, sobre todo y especialmente porque cada corrida, cada festejo, trae consigo una anécdota, una historia más, un recuerdo, un relato, una leyenda en la que el hombre transforma su miedo y responsabilidad en algo tan bello como soñar un lance de media verónica pausada, encelado el animal, marcando el tiempo y el compás, acariciando tan solo el espacio que media entre el pitón del toro y la tela, recogidos los brazos, mecedores de un movimiento continuo y especialmente plástico.
Y tanto que decir que hasta el capote del torero habla de sus cuitas a quien quiera oírlo y a las lentejuelas de azabache, acogiéndose a un gesto, a una mueca, a un movimiento tan simple como el estirar sus orejas al viento de la tarde para enterarse mejor de lo que sale por chiqueros, mientras la barbilla del torero se apoya en la esclavina de la tela.
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