De entre los instrumentos, atavíos, herramientas y objetos que un torero lleva a la plaza, en este caso el portador es el ayuda de mozo de espadas, figuraba, y aún hoy algunos diestros lo utilizan, el popular botijo, ñañe o piporro, según sea el sitio en donde se conoce, para portear el agua precisa para enjuagarse, lavarse o asearse antes o después de la faena. Como los tiempos adelantan que es una barbaridad hoy día se utiliza más la botella de agua mineral, atravesada con una pitera en el centro del tapón para echar el buche de agua, cuando la garganta y la boca se secan por razón de la faena, del miedo y de la responsabilidad contraída. Los diestros siguen bebiendo de su vasito del que hablamos en reciente comentario, cosa que no debería olvidarse, y los subalternos echan al coleto el trago a chorro de la garrafa, pese a lo antiestético, como si se tratara de una trompeta blanda y quebradiza.
Desde antiguo, era el botijo el compañero inseparable de la gente de campo y de los toreros, pues conservaba la frescura del agua gracias al barro cocido de su compostura al estar diseñado para beber sin desperdiciar demasiada cantidad de agua. Algunos toreros llevan grabado su propio nombre en la pared exterior de la vasija como se acredita en el que hoy hemos retratado en el callejón de una plaza de toros.
Escribiendo estas líneas me viene a la memoria y hace sonreír el recuerdo de una peliculilla, cuyo título no acierto a referir y que vi siendo niño en el cine de mi pueblo, de las llamadas de toros, en la que uno de los subalternos, miedoso para intervenir en la lidia con su maestro, estaba más pendiente de ir a llenar el botijo de agua fuera de la plaza que a coger el capote y lidiar el toro, dotado del canguelo lógico ante el ejemplar que estaba en el ruedo. Aquel botijo era un búcaro hermoso, grande, señorial que llenaba el torero vestido con su traje de luces en una fuente a las afueras de la plaza, mientras los demás toreaban y el se libraba así de ponerse delante del morlaco. Quizás es porque pensaría que era mejor para él actuar como peón de botijo que de confianza, por aquello de la seguridad física.
La verdad es que este elemento sigue siendo utilizado, bien es cierto que cada vez menos por la comodidad y enfriamiento de las botellas plásticas, siendo llevado aún entre los avíos del torero cuando actúa en tarde de toros, cuestión que aún muestra la liturgia taurina y que el ayer incardinado perfectamente en el hoy sigue teniendo vigencia entre los protagonistas de la Fiesta, pese a la sencillez del objeto.
Y el capote que cubre cuando se levanta el fresco o el tiempo se forja desapacible en una tarde de toros. Siempre me ha resultado provechoso y sugerente prestar atención a los atavíos de los toreros y de los recursos que utilizan tantas veces entre barreras, según las circunstancias a las que deben enfrentarse.
Por eso verles arropados como el de la ilustración en una de las últimas corridas de la temporada, con cierto relente en la caída de la tarde, tiene la emotividad del recurso para paliar la tiritona, el frío por la inclemencia, la falta de actividad o el escalofrío del miedo y la escasez de trabajo ante la cara del toro.
«¡Arrópate, que sudas!» se le dice a un torero de estos que, con poco esfuerzo, se tapa sin haber trabajado demasiado. En fin, la expresión en general no es muy utilizada en las plazas de toros, porque las cuadrillas deben dar el callo y bregar, pero siempre hay alguno que se tapa acogiéndose a sagrado en el callejón, como en el evidente ejemplo con que ilustramos estas palabras.
Fotos: José Fermín Rodríguez.
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