Hace unos días que la ganadería burgalesa de Antonio Bañuelos acogió a todos los organizadores y participantes en el certamen de tentaderos de Rioseco del que ya se habló largo y tendido en esta misma página como el curioso puede comprobar. Pues bien, nada más llegar al páramo de Masa al enclave de la Cabañuela y ver el emblema del hierro ganadero que se encuentra forjado en una de las cancelas de la finca, saludar a su propietario Antonio Bañuelos que se encontraba rutando y afanándose en apartar y recoger en su bloc de notas las vacas que luego serían tentadas por los novilleros, dando prueba también de que a él tampoco se le caen los anillos por tirarse al barro de la actividad agropecuaria. Lo mismo le vemos yendo y viniendo con el todoterreno a llevar paja o pienso al ganado, que dirigir una tienta de reses para madre que invitándome, como hizo, a recorrer los cuarteles para presenciar los toros que cría y pastan en su finca. Por allí estaban las corridas de Santander; el toro de Benavente; toros cuajados y serios, que rumiaban en silencio y levantaba la cabeza viendo a quien llegaba a su querencia.
Cuando Antonio me pidió que me bajara a abrir una de las porteras para acceder a su interior con el vehículo y, mientras quitaba la cadena y descorría el cerrojo, junto a uno de los robles y entre unas zarzas se levantó de donde estaba sesteando y se me apareció un tío con toda la barba muy cerca de la puerta. Con una «prudencia» inusitada- la verdad que rayando casi en el pánico- me metí en el coche y dejé las puertas de par en par, pidiendo a quien nos acompañaba que para la próxima bajara él a abrir que yo no estaba para esos trotes ni mucho menos para esos sustos.
Antonio sonrió sin demasiada acritud para no hacer daño al cagao y nos metió a ver de cerca, a poco más de un palmo, los toros que fotografiaron a placer mis amigos Fermín Rodríguez y Enrique Carnero.
Me extrañó que en todos los cuarteles que contemplamos no había ni un solo cabestro paciendo con los toros, señal inequívoca que la torada como mejor está en su habitat es sin más cencerros que los de la lejanía cercana con vacas y erales.
Cuando, después de pasar el traguillo y resoplar aliviado viéndome indemne en la casa ganadera, me fijé en un cencerro precioso, con un collarín repujado de cuero que colgaba de una de las vigas del techo en la sala en donde se agolpan los trofeos, las cabezas de toros, los carteles, dibujos, cuadros, esculturas y objetos todos ellos relacionados con la ganadería brava. Su colorido, claveteado y labra es de una preciosidad digna de contemplar y ver. Por eso, y con mucho gusto, le retratamos para verlo con deleite y complacencia ahora, lejos de aquel emporio ganadero de singularidad, belleza y orden donde pastan los toros del frío. La verdad es que a mí personalmente lo que me dieron ese día fue más calor que frío, pues el susto del pavo que alzó la gaita cuando yo abría la portera me impuso más que cualquier otra cosa. Lo que es el miedo.
Fotos: Fermín Rodríguez
juanma dice
bonito relato. Me gusta