Hay veces que el lamento recorre en más de una ocasión nuestra propia existencia, sin poner remedio a la causa bien porque no interese demasiado, bien porque estamos impregnados de una pasta en ocasiones demasiado dura y conformista.
En Valladolid existe en la actualidad un ramillete de toreros que sin excepción se encuentran prácticamente al margen de las contrataciones en ferias, localidades y sitios en donde se dan toros. Cada uno de ellos, seguramente, tendrá la razón del porqué y analizará en silencio la sobrevenida situación, complicada y difícil de sobrellevar. Por ejemplo, Joselillo, el valiente y bregado torero paisano, se ha visto fuera de Pamplona pese a aquellos cánticos que le tributaba la afición sanferminera de «¡illo, illo, illo, Joselillo!» cuando jugándose la vida daba cuenta de aquellos toros, duros, difíciles y encastados de Dolores Aguirre.
Tal vez podríamos decir en descargo de ello, que como la afición de Pamplona parece que se ha dulcificado un tanto y los galardones han pasado al nivel «artista» más que al nivel «torero de casta» de otro tiempo, el nivel y listón para premiar queda un tanto sustituido por la moda actual, más considerada con el que cruje muñeca y huesos en cierta docilidad animal que con el que se faja en patetismo ante una fiera.

Ahí está Leandro, el torero nacido en Valladolid, criado en Zamora y hecho en Toro y su comarca, con peña taurina de cierto nivel, extraño diestro intermitente y luminoso, valiente y arqueado, roto y descentrado, según el tiempo y la situación, que siempre nos tuvo emocionados y anhelantes con su especial forma de torear y de su más que contrastada forma titubeante de matar. Es como un amor platónico a la Tauromaquia, siempre esperándole pero que no llega nunca. Salvo la corrida de San Pedro en Zamora y poco más, Leandro tampoco se prodiga por esos ruedos de la temporada.
O David Luguillano, el viejo torero ya de Valladolid, veterano y señorial en compostura, amable y miedoso, duende torero y sevillano al compás agitanado de su talle, que se encuentra ya al final de su carrera y, salvo el último canto que hiciera en Ajalvir, promesa de temporada, pocos sitios le han visto vestirse más de corto que de luces, por aquello de torear novillos en festivales casi siempre con defectos en la vista, que toros en las corridas de postín. David, un torero grande, torería hermosa y completa, de otro tiempo, en que el hombre muestra las dos caras del miedo ante las astas de un toro, la de la soledad ante la muerte y la mezquindad de la vida, rechazando ambas a la vez.

O los Robertos, Carlos y Escudero, y Raúl Alonso, a quienes poco, muy poco, se les puede ver por las plazas en las que ellos pusieron la esperanza de su vida.
Y Pablo Santana, el último en llegar, nacido en Valladolid y criado en Alaejos a quien he visto evolucionar y pasar desde que siendo un chiquillo empezó en los bolsines de Rioseco y he guardado y guardo un profundo respeto. Pablo Santana tenía puesta su esperanza en la nueva temporada, tras la toma de alternativa en Mojados cuando las boqueadas de la temporada cerraban los portones al llegar Octubre. Su desparpajo ante el de Caridad Cobaleda que le apadrinó el francés Juan Bautista en presencia del testigo Morenito de Aranda mostró a todos que, con pausa, entrenamiento, trabajo y mucho esfuerzo lograría pasar el fiel del anonimato para reintegrarse en una nómina de matadores con mayor predicamento. Hasta la fecha no ha sido así, él sabrá por qué, y el negro manto del silencio y anonimato ha cubierto hasta ahora el nombre de este buen torero vallisoletano. Con todo, fiel a su profesión, sigue madurando como torero y como persona, aunque como el oficio no se practique habitualmente, la técnica se va perdiendo y queda obsoleta, siendo mucho más difícil y complicada su recuperación. De manera que si llega una llamada, la preparación tiene que estar a punto de caramelo.
Los desgarros y las desilusiones de la vida son palmarias y están a la orden del día máxime entre cuantos se dedican a esta profesión, bella, artística y de riesgo, de ser toreros. Sin embargo, el afán de superación, la esperanza que es lo último que se pierde y el amor por ella obliga a todos, pero más y sobre todo a los propios toreros. Y comprendo perfectamente que una cosa es predicar y otra dar trigo, aunque estos diestros de nuestra tierra también necesitan de la palabra de ánimo, tal vez mucho más que los señalados por la vida.
Fotos: José Fermín Rodríguez
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