Rasga la tarde el clarín de la pluma para echar un cuarto a espadas y contar una opinión más o menos deslavazada pero puesta encima de la mesa con toda la intención y buena fe que se supone en aquellos a quienes la Tauromaquia ha marcado, ha señalado y ha seleccionado entre los elegidos. Se trata como se puede entender de la calidad torera. Cuando más de uno piensa en la cantidad y hace cábalas de las veces que el traje de luces ha de vestirse por un diestro para mostrar sus habilidades ante las astas de un toro, tragando el miedo, aguantando la contrariedad y jugándose la barriga en cualquier instante, no llena tanto la emoción ni el alma como la calidad de esa esencia que todos guardan en frascos pequeños. Algo así como la belleza. Luego vendría la creencia que el buen paño en el arca se vende y aquí no es así. El buen paño ha de tener fino hilado, primor en la ejecución y una muestra de gallardía y convencimiento torero propio de quien sabe qué es lo que tiene entre sus manos.
En la Tauromaquia prácticamente está todo inventado. Tan solo emociona lo que se ejecuta con la calidad necesaria y propia. Porque se mire como se mire, cuántos toreros están en la nómina de la inmortalidad y sin embargo no torearon un número excesivo ni elevado de festejos temporada a temporada. El ejemplo más práctico y recurrente en estos momentos es el de José Tomás, el diestro de Galapagar, taciturno y silencioso, resucitado de entre los muertos del olvido, gracias a una terrible cornada que a punto estuvo de enviarlo al limbo de los justos allá por tierras mejicanas, unida a una campaña excepcional de marketing y promoción. José Tomás que torea donde quiere y cuando quiere, con quien quiere y como quiere en una unicidad especial, unívoca, plena de sabiduría y eternidad, marcando totalmente la diferencia con el resto de sus compañeros. El hecho de hablar más de él por una corrida o dos o tres que lidie en la temporada que de aquellos que torean cuarenta o cien tardes da a todos la visión de la calidad no de la cantidad que decíamos arriba. A José Tomás ya le aplaudimos hasta por las intenciones toreras y en su silencio, en su concentración, en su fe y en su vida solo otorga una cosa a quienes le seguimos, la grandeza del ser humano y su resolución poderosa.
En las modernas ferias de la actualidad, los críticos, la gente, los espectadores, quienes pagan la entrada, van más a presenciar la suerte con la muleta del último tercio que las otras dos, tan importantes como ella, y que se manifiestan en los dos primeros momentos de la lidia. De ahí la admiración, propugnada por la cuadrilla del diestro salmantino Javier Castaño, la atracción, la solicitud, el deseo de ver a un grupo de subalternos que lidian en los primeros tercios como a la vieja usanza, es decir, dando su importancia a la suerte con el capote, la vara y las banderillas, en su fin de preparar al toro para la suerte suprema, la muerte a estoque.
Ciertos conceptos taurinos son muy particulares, es verdad. Pero como dice un viejo torero a quien guardo respeto y admiración porque su vida solo es vivida para el toro «si juzgamos sin pasión y sin añoranzas del pasado, nos podemos dar cuenta que del concepto de muchos figurones del pasado, están metidos en un armario, que algunos sacarán en parte a sus propias tauromaquias». Convencer al espectador corrida a corrida, tarde a tarde, festejo a festejo, solo pueden hacerlo quienes están tocados por el carisma divino del esfuerzo, el arte, el duende, la gracia y la torería. Los demás por mucho que se empeñen, por veces que lo intenten y repitan, jamás acercarán a tocar la gloria con la punta de sus dedos en una magia única e irrepetible que da talento y calidad a los toreros.
En resumen, volvamos a la lidia completa, de arriba abajo, desde que el toro sale al albero a disputar con un hombre la grandeza del héroe. Eso sí que reverdecería la esperanza a la fiesta de toros.
Foto: José SALVADOR
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