Ayer estuvimos viendo la novillada de la feria de San Isidro con la atención con que siempre nos acerca y atrae este tipo de festejos menores en los que los nuevos aspiran a entrar en la nómina de los señalados y ungidos por la vocación torera. Tres muchachos, Atienza, Cadaval y Toñete se las veían con un encierro del Conde de Mayalde que en líneas generales sirvió para trazar muletazos de asiento y dominio pero que fueron llevados al desolladero con las orejas puestas, salvo uno, porque la realidad supera casi siempre al deseo.
Solo, y por extraña rareza, abiertos los anubarrados cielos y jarreando agua y granizo en mezcla aparatosa e inundadora de suelo que empezó cuando iba a salir el sexto de la tarde despobló los tendidos al grito de «¡maricón el último!» haciendo huida de ellos por vomitorios y fugas o acogiéndose a sagrado de las gradas y andanadas cubiertas para evitar el turbión que caía con energía y soberbia entre aparato eléctrico y truenos. Pocos fueron quienes se quedaron en su localidad para ver la faena al último ejemplar de Mayalde de una tarde fugaz, clarificadora y confirmadora de la realidad novilleril en estos momentos. Y eso que se perdieron porque ahí hubo y surgió la emoción al convertir un torero madrileño en épica su forma de torear con las circunstancias meteorológicas adversas. Esa es la afición y entrega ante la dificultad que debe mantener quien quiera llegar a ser torero por muy rico y señalado que uno sea.
Ese agua del cielo caída en el último de la tarde ha sido el bautizo de un torero y de imagen para una fiesta ayuna de espectacularidad y sentido de la emoción por la bravura y raza encastada de un toro.
Con la fotografía espectacular de Briones hecha ayer en Madrid al alguacilillo madrileño con las plumas ajadas de su sombrero y el canalón de desagüe del ala, al cerrar la noche en las Ventas, tras entregar la oreja, nos queda solo un recuerdo vivido por la emoción y genio de un muchacho que consiguió en el fango ganar descalzo la batalla del miedo.
Foto: Manuel Briones/NTR
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