Dentro de la nómina de toreros de la tierra, como el buen vino, el pan de trigo candeal o el agua del manantial de Castromonte, hay varios diestros toreros que completan y tienen un significado singular para todos cuantos gustan de la tauromaquia de sabor y de saber, de grandeza y riesgo, de belleza y sentido, de especial dedicación y de muestra honrada y cabal en la entrega de un hombre con olor a romero, espliego y hierbabuena.
Valladolid incluirá en unos días otro más, Pablo Santana, a la relación de cuantos están ahora mismo en activo y lo hará allá en las tierras plenas de torería ensalzadas por la familia de los Luguillano, toreros todos de dinastía, duende y hermosa plasticidad. Mojados, un pueblo con solera y raigambre torera, abrirá su plaza para el gran día de alternativa de un chaval muy joven que se ha propuesto ser torero.
Pero lo que hoy trae a este reportaje es una actuación, un símil parejo y metafórico con cuanto conlleva el querer ser torero: la entrega en el momento de la estocada, la acción que debe ser clara, nítida, perfecta, soberana como la del volapié con que me ilustra este artículo otro pedazo de torero, hoy retirado, natural de Burgos que se llama José Ignacio Ramos. La imagen captada tiene todo el simbolismo del vuela pies tal y como inventara Costillares: Se ha colocado el torero delante del toro, cita al animal con la muleta baja para que humille y descienda la cabeza. En ese instante corre hacia el toro y se deja caer sobre el animal clavándole la espada en la parte alta de la región dorsal, lugar conocido como cruz que forman los dos brazuelos de la res. Los pies vuelan del suelo, se elevan ese instante supremo de la acción coordinada de manos y pies, de cabeza, cerebro y corazón, todo uno, todo por junto.
Y en él, en todo él, un torero a quien aprecio sinceramente por su arte, torería y muestrario taurino, pero que encoge el brazo al matar, no ejerciendo con entrega y prueba la suerte suprema por lo que tantos y tantos éxitos se le han ido río abajo, perdida muchas veces la esperanza, lamentando la mala fortuna que acompaña a este gran torero de Valladolid que se llama Leandro Marcos, Leandro a secas.
Unos dicen que en el carné profesional pone «matador de toros» y ese es el timbre fundamental que debe conllevar cualquier torero. Luego, vendrán adornos, gallardías, adobos más o menos vistosos y bonitos, pero sobre todo, dicen, que hay que ser matador de toros.
Leandro, a quien conocí desde niño una mañana de vermú en la bodeguilla de Jandri, en Toro, hace unos años, muy cerca de la Puerta del Mercado y que mostraba en sus vivarachos ojos negros el deseo de ser torero y dedicarse a esta profesión de riesgo, ventura, dificultad y grandeza, ensalzado por su abuelo Fermín y cuantos le conocían por haberle visto torear y estar delante de las becerras, siempre tuvo en Toro su parroquia, sus seguidores fieles entre los que destacó Pepe el cojo, el del registro, a quien recuerdo sobradamente y que recogía todos los recortes, noticias y comentarios escritos, que caían en sus manos, donde se hablaba de Leandro, mostrándolos y exhibiéndolos en cualquiera de las tertulias taurinas con que se amenizaban muchas mañanas en la ciudad de Doña Elvira, con un vaso de vino de Toro.
Leandro, torero fino y de elegancia, tú eres matador de toros por torería y trabajo, ánimo, fuerza y esperanza para lograr vencer la última de las dificultades que tienes en tu camino, la del volapié. Me consta que ahí andas luchando por lograrlo. De corazón te lo desean y esperan todos los aficionados.
Fotos: Juan Pelegrín y José SALVADOR
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