Entre algunas de las funciones que la Comisión Regional de Espectáculos taurinos en la Comunidad de Castilla y León tiene, figura en uno de los apartados donde se especifican, la de proponer medidas de fomento de la fiesta de los toros, con especial atención a las nuevas generaciones de profesionales así como proponer medidas oportunas para el mejor funcionamiento de los espectáculos taurinos. Todas estas propuestas cuando menos chocan en ocasiones por la barahúnda que se pone en marcha al empezar un encierro de campo sobre todo con la proliferación de participantes voluntarios activos, como les llama la reglamentación, estándoles más que prohibido portar objetos o útiles que puedan dañar a los animales o perjudicar el buen desarrollo del espectáculo.
La fotografía que da pie a este comentario está tomada por Ricardo Otazo en septiembre de 2016 en uno de los pueblos de la provincia de Valladolid que celebran encierros por el campo y calle, calificados de mixtos, por aquello de dar demasiadas explicaciones normativas a lo que se intuye como «de toda la vida y propio de dichas localidades».
La costumbre está sustituida por la norma, cuando aquella misma es una de las fuentes primordiales no solo del derecho, sino también de la vida y comportamiento de muchas personas, más todavía durante las fiestas populares con toros de lidia por el campo y lo que de emoción y arraigo supone en la gente.
A primera vista resulta cuando menos chocante que se puedan contar una veintena de picas garrochas entre los caballistas que arropan el encierro. Para colocar, si pueden, una varita en la culata trasera de los toros y hacerles correr a galope tendido por el campo y es dudoso, muy dudoso, que todos ellos sean y estén autorizados por el Presidente del festejo para que sirvan de ayuda al Director de Lidia o de Campo y que realice prácticamente y de forma idónea su cometido.
No es cuestión de prohibiciones sino de compromiso por los participantes de no transportar la pica y menos utilizarla mientras a galope tendido salen los toros y mansos como exhalaciones hacia los embudos de la entrada en las poblaciones donde discurrirá el encierro, o se van lejos del mundanal ruido.
El caballista va a pasárselo bien, como casi todos, a entretener la mañana, sin importarle si en el mirador del pueblo hay una muchedumbre que espera para ver pasar los toros a su lado. Gusta de correr por el campo libre y galopar las embestidas de un toro, emocionándose y participando con la actividad que su valor y arrojo le permite, pero también debe respetar y conocer la normativa municipal que regula estos festejos y aunque es bien cierto que los encierros son para todo el pueblo y no solo para una parte de quienes acuden con sus caballos a disfrutar de una mañana de toros populares, de encierros camperos, la masificación casi todo lo destruye, o al menos lo cambia, lo transforma.
Una de las soluciones que se baraja es la de inscribirse previamente, caballo y caballero, en los Ayuntamientos organizadores, abonando una cantidad destinada a sufragar la contratación del seguro de responsabilidad general que cubra el daño físico o accidental que pudiera producirse. Algo así como el abono o la entrada que todo el público aporta para acceder a una plaza de toros.
En las fotografías comentadas en esta ocasión, el grupo de caballistas arropa entre la nube de polvareda a la manada de reses y aunque las picas van enhiestas como si se tratara, salvando las distancias y el ejemplo, del cuadro velazqueño de la rendición de Breda, se antoja excesivo el número de garrochas que tantas veces se confundieron con lanzas como sucedió en el toro de Tordesillas.
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