Los jinetes hábiles en la monta y doma de caballos utilizan un aderezo propio que les significa y distingue de otro tipo de personas quienes a lomos de un caballo ejercitan sus habilidades. Espuelas, ropajes, complementos, tobilleras… constituyen una colección de objetos que a veces rayan en lo espectacular. Artesanos zapateros, guarnicioneros o gentes dedicadas a fruncir y coser con el cabo, la pez y la aguja las tiras de cuero, ponen de su parte las cosas para que el rejoneador vaya perfectamente equipado con todos esos útiles que constituyen su vestuario y que pueden verse en las plazas de toros, a poco que uno aguce la vista.
En el caso que nos ocupa, el caballero rejoneador presenta con sus adornos y filigranas el repujado en sus «leguis» o protectores de la parte inferior de la pierna, Muy propio para la labor campera que evita que zarzas, hierbajos y espadañas puedan dañar o cortar la piel de las piernas, en el caso de no llevarla protegida por ellos.
En el habla de bastantes pueblos a este objeto se le llama leguis, quizás en recuerdo de los utilizados por los soldados de ciertas armas como la infantería, que se los colocaban con el sentido protector de la pantorrilla.
Repujar el cuero por tanto es una tarea que realizan muy pocas personas con el arte y la maña que se precisa. Ejemplos hay de unos pocos viejos artesanos del cordobán en Granada que he conocido y que fueron quienes a mí me hicieron un pequeño escritorio para guardar papeles hace mucho tiempo.
En Tordesillas hubo un guarnicionero amante de los toros y de los galgos, muy amigo del diestro de Villalpando Andrés Vázquez que se llamaba Jacinto y que tenía su taller de talabardería a la subida del puente de la Villa, desde donde contemplaba todas las mañanas el verde de la vega mezclado con el azul del cielo que hacían mucho más agradable su labor diaria. Él hacía cintos, arreos, ramales y en alguna ocasión algún leguis parecido al que nos ocupa. Este hombre llegó a tener un galgo tan rápido, bueno y cazador que en uno de sus viajes, el Nono, al pasar desde Madrid a Villalpando, echó el ojo al galgo y no pudo por menos de ofrecerle dinero, bastante dinero, al guarnicionero por el animal que a la postre engrosó la perrera del torero por una buena cantidad de duros.
Pero a lo que vamos, que se nos va la especie en circunloquios más anecdóticos que didácticos y los tiempos no están para perder ni hacer perder el tiempo al lector aficionado.
El rejoneador que tiene que ejercer su profesión con mucho esfuerzo, entrenamiento y trabajo, no sólo preparándose él mismo, sino también amaestrando, educando y formando al jaco para que vaya y venga, haga las suertes con propiedad, galope con soltura y se mueva con gracilidad ante la cara del toro, es la figura campera taurina más cercana a la realidad por aquello de su ropa, de su forma de vestir y de entender las acciones de la lidia a caballo. A ellos se les llamaba, y aún se guarda con celo ese nombre, artistas del bello arte del rejoneo. Centauros de plaza, que colocan los rejones, garapullos, banderillas y rosas en lo alto a un toro y que llevan también entre sus atavíos el que presentamos en esta colaboración y que conocemos con el nombre extraño de «leguis».
«Nadie, nadie, nadie, que enfrente no hay nadie;
que es nadie la muerte si va en tu montura.
Galopa, caballo cuatralbo,
jinete del pueblo,
que la tierra es tuya. ¡A galopar,
a galopar,
hasta enterrarlos en el mar!».
Foto: José Fermín Rodríguez
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