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octubre 24, 2009

LOS TOROS, SEGÚN FRANCIS WOLFF

 

 

Con el título «La ética de las corridas», Francis Wolff pone su teoría filosófica, negro sobre blanco, al alcance de quien leyera, la cual fue desarrollada más ampliamente en su intervención con motivo de las XV Jornadas taurinas de Íscar, organizadas por la Consejería de Interior y Justicia de la Junta de Castilla y León. Así habló F. Wolff:

 

 

No, la corrida de toros no manifiesta cualquier cruel indiferencia hacia la vida y el sufrimiento. Al contrario, es portadora en sí misma de una ética coherente y respetuosa con los animales. Si la corrida desapareciera de las regiones de Europa donde forma parte de la cultura, se produciría también una pérdida moral, sería también privar a los pueblos del mediterráneo de una irreemplazable relación con los animales, la que siempre han mantenido con los toros bravos. Porque en todas las regiones del mundo en las que ha habido toros bravos han existido combates de toros. Es una constante antropológica. Enfrentarse al toro, imagen natural del combatiente y símbolo permanente del poder, es el sueño eterno del hombre.

La corrida no es ni inmoral ni amoral en relación con las especies animales. La relación del hombre con los toros durante su vida y su último combate es desde muchos puntos de vista ejemplo de una ética general. Su primer principio sería: hay que respetar a los animales, o al menos a algunos de ellos, pero no en igualdad con el hombre. Los deberes que tenemos hacia otras especies, incluso las más próximas a nosotros, están subordinados a los deberes que tenemos hacia los demás hombres, incluso los más lejanos. Y la ética general de la corrida es justamente la codificación de este principio. Pues la moral de la lidia se resume a esto: el animal debe morir, el hombre no debe morir. Es desigual, por cierto, pero esta desigualdad es justamente moral en su principio. Si las posibilidades del hombre y del animal fuesen iguales, como en los juegos del circo romano, ¿no sería bárbaro? En la corrida el toro muere necesariamente, pero no es abatido como en el matadero, es combatido. Porque el combate en el ruedo, aunque sea fundamentalmente desigual, es radicalmente leal. El toro no es tratado como una bestia nociva que podemos exterminar ni como el chivo expiatorio que tenemos que sacrificar, sino como una especie combatiente que el hombre puede afrontar. Tiene, pues, que ser con el respeto de sus armas naturales, tantos físicas como morales. El hombre debe esquivar al toro, pero de cara, dejándose siempre ver lo más posible, situándose de manera deliberada en la línea de embestida natural del toro, asumiendo él mismo el riesgo de morir. Sólo tiene el derecho de matar al toro quien acepta poner en juego su propia vida. Un combate desigual pero leal: las armas de la inteligencia y de la astucia contra las del instinto y la fuerza. La corrida es, pues, lo contrario de la barbarie porque se sitúa a equidistancia de dos barbaries opuestas. Si el combate fuese igualitario, su práctica sería innoble para el hombre puesto que el valor de la vida humana se vería reducido al del animal -como en la formas de barbarie antigua que eran los juegos del circo romano-. Si el combate fuese desleal, su práctica sería innoble para el toro, puesto que el valor de la vida animal se habría reducido al de una cosa -como en la barbarie moderna que suponen las formas extremas de ganadería industrial-. En la corrida el hombre no lucha ni contra un hombre ni contra una cosa. El hombre afronta su «Otro».

Una buena moral hacia los animales es también una moral diferenciada. No podemos ni debemos tratarlos a todos de la misma manera, al perro y al mosquito, al chimpancé y al toro bravo. Tenemos que ajustar nuestra conducta a lo que ellos son: sus necesidades, sus exigencias, sus tendencias, etc, evitando siempre el riesgo de antropocentrismo. Ahora bien, el toro de lidia es un animal naturalmente desconfiado, dotado como muchos otros animales «salvajes» de una especie de instinto de defensa, en su caso particularmente desarrollado, que se manifiesta desde el mismo momento de su nacimiento, la bravura, que lo incita a atacar de manera espontánea contra todo aquello que potencialmente pueda ser un «enemigo». Esta acción (o reacción) es la base de todas las tauromaquias. Y toda la ética taurómaca consiste en permitir a la embestida del toro, a esa fuerza activa, a esa naturaleza, manifestarse. La corrida no consiste en matar una bestia. Es todo lo contrario. La corrida, como su propio nombre indica, consiste en dejar al toro correr, atacar, embestir. Afrontar un animal desarmado, inofensivo o pasivo sería propio del matadero. La ética de la corrida consiste en dejar que la naturaleza del toro se exprese. Doblemente: en su vida, en su muerte.

Durante toda su existencia, en el campo, está en libertad. Y vive de acuerdo con su naturaleza «salvaje», rebelde, insumisa, indócil, indomable. En el momento de su muerte, combate hasta la muerte también de acuerdo a esa misma naturaleza: brava. Por cierto, el hombre quiere combatir, lo elige, cuando el animal está obligado al combate, no lo elige. Sin embargo el valor de la elección es un valor humano, la voluntad es una facultad humana, por tanto es cierto que el toro «no quiere el combate», pero no porque sea contrario a su naturaleza de combatir, sino porque es contrario a su naturaleza de querer, de elegir. Toda la ética del combate del ruedo consiste en permitir que la bravura del toro se manifieste. Expresarse, para el torero, es una cierta manera de estar inmóvil delante del toro; expresarse para el toro es una cierta manera de estar móvil, de moverse delante de cualquier adversario, congénere o no. Durante la lidia, el torero puede expresarse pero también debe permitir al toro expresarse a sí mismo, y lo que tiene por decir el toro bravo es algo así como: «Defenderé mi terreno, todo el ruedo es mío, todo el espacio es mi espacio vital, haré huir a cualquier extraño que lo pise, cogeré al que ose aventurarse, te expulsaré seas quien seas, volveré sobre ti para coger, y más, y más…» Ésta es la voz del toro bravo, tal como la hace oír el torero leal. El respeto por el toro en la plaza consiste en comprender esta voz que habla y finalmente hacerla cantar, en hacer pues una obra de arte con esa embestida natural y con su propio miedo de morir. (Francis Wollf es Catedrático de Filosofía de la Universidad de la Sorbona. Texto publicado en ABC, el 1º de junio de 2008. Gracias ABC y a su Hemeroteca)

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