
Desde que se levantara el merecido monumento de la asociación y montepío de toreros al doctor Alexander Fleming en Madrid, la labor de los cirujanos taurinos, de los médicos que atienden los posibles percances de cuantos intervienen en los festejos de toros, se ha multiplicado sin ninguna duda por un alto exponencial debido fundamentalmente al número de celebraciones, en los que correr, lidiar, torear y jugar las suertes del toro se ha hecho consustancial a la fiesta de muchas poblaciones.
Su labor es impagable, la nómina amplia de médicos y cirujanos taurinos está esparcida por todas y cada una de las regiones de España. Verdad es que muchas veces tan sólo se habla de aquellos consagrados, pozos de ciencia y buen hacer, que han salvado la vida de toreros famosos: Ahí están sin ir más lejos los nombres unidos íntimamente a la tauromaquia de Jordi Olsina, Enrique Sierra, Ángel Villamor, Máximo García Padrós, Eduardo Crespo, Zósimo de Gregorio, José Rabadán, Antonio María Mateo, Daniel Vaca Baticón, Ramón Vila… y tantos y tantos nombres que han aupado una especialidad de la medicina a categoría de congresos, estudios, conferencias, ponencias y reuniones profesionales. Pero también al lado de éstos y junto a ellos aparecen nombres que llevan el juramento hipocrático en sus vidas, aunque sin el renombre ni realce de la fama. Su nómina es elevada, amplia y su trabajo está dedicado a mejorar, atender, curar en una palabra aquellas dolencias, percances y heridas producidas en una fiesta de toros a cualquier persona. Son instruidos por preceptos, por discursos, por juramento, y yo añado, por afición.
Es verdad que la temporada terminada, cuyas estadísticas aparecerán en breve y serán objeto de sesudos comentarios por aquellos a quienes interese, ha traído muchas desgracias a personas que participaban en encierros, probadillas, capeas, cortes, recortes, saltos quiebros, novilladas y corridas celebrados por todos nuestros pueblos en fiestas.
Dicen que una fiesta sin toros, es una fiesta muerta y, es posible, que por estas tierras tenga dicha aseveración la suficiente razón basada en la experiencia: Cualquier pueblo por pequeño que sea es capaz de reunir en sus calles cientos, miles de aficionados venidos de todas partes cuando se anuncia la suelta de toros o novillos con motivo de las fiestas patronales.
Se ha distinguido desde hace algún tiempo el toreo eminentemente popular, de aficionados, espontáneos y gentes sencillas y anónimas de aquel otro practicado reglamentariamente en un recinto cerrado, en una plaza de toros por profesionales debidamente acreditados y contratados al efecto. Los primeros arriesgan su pellejo gratis et amore, por la simple satisfacción de burlar la embestida colérica y furiosa de un toro en movimiento. Los segundos por su medio de vida, profesión y labor, aunque en ocasiones también tengan que pagar la patente por realizar el toreo ante los demás. Toreo de talanquera y toreo de montera, para entendernos.

Pues bien, tanto el uno como el otro precisa de un servicio médico para poderse celebrar. El peligro, el incidente, el problema, surge en cualquier sitio, cuando menos se espera, máxime ante la incertidumbre del suceso siempre que se lidia un toro.
Este año varias personas espontáneas, participantes en encierros y capeas han perdido su vida entre las astas de un toro. Poco pudieron hacer los diligentes y rápidos servicios médicos ante la gravedad de las heridas inferidas. Otros, sin embargo, han sufrido en sus carnes el fuego ardiente y dolorido de la cornada, pero lo pueden contar, gracias a la atención médica recibida y a que, por otro lado, ese no era el día de su billete abierto para la eternidad.
En todos los sitios de nuestra provincia en donde se han producido cornadas mortales, -Peñafiel y Mojados dos de las localidades cercanas a Valladolid marcadas por el tragedia este año-, los servicios sanitarios estaban en su puesto, asistieron a los accidentados pero no pudieron evitar lo irremediable, pues las heridas inferidas prácticamente eran mortales de necesidad.
En los encierros de San Fermín de Pamplona al menos siete de los nueve muertos en los últimos treinta años sufrieron cornadas mortales al afectar a algún órgano vital que les provocaron, en la mayoría de los casos, la muerte casi inmediata. Es el caso del vecino de Murchante Hilario Pardo que moría en 1969 por el desgarro de la aorta en su parte anterior lo que le provocó la muerte casi instantánea. En 1974, Juan Ignacio Eraso sufrió una herida en la cara posterior del cuello que afectó al paquete de nervios situado entre el cuello y la zona supraclavicular derecha, a la faringe, la laringe y al suelo de la boca. Un año más tarde Gregorio Górriz recibió tres cornadas mortales, una de ellas en el corazón.
Recordemos que en los Sanfermines de 1980 la tragedia fue doble: José Antonio Sánchez sufrió rotura del hígado y la vena cava inferior, por lo que tardó dos horas y media en morir. Vicente Risco falleció por las heridas mortales que le provocó el astado en el hipocondrio izquierdo. En 1977 moría por rotura de la vena cava inferior, posiblemente por el pisotón de un morlaco, José Joaquín Esparza. Fermín Etxeberría falleció en 2003 por traumatismo craneoncefálico. Antes de 1969 se registraron otros seis muertos: El primero en 1924 la cornada afectó gravemente al pulmón (30 horas con vida), el de 1927 por desgarro de pared abdominal y evisceración intestinal (19 horas). En 1935 la cornada mortal afectó al hemitorax derecho, y a los tres días falleció Bustinduy. En 1947 el cuerno de un toro le partió a Casimiro Heredia el hígado y le desgarró el pulmón por lo que murió a los dos minutos. Ese mismo año a Julián Zabalza le desgarró el pulmón izquierdo y le perforó el derecho, por lo que murió en tres o cuatro minutos. Finalmente, en 1961 Vicente Urrizola recibió una cornada en el cuello que le fracturó varias vértebras y le provocó la compresión de médula espinal.

A todos ellos se les une otro abanico de los caídos y cogidos entre las talanqueras de cualquier pueblo, en un prado, en una calle, en el recorrido de un encierro, víctimas de la fiesta. No tantos como cabría esperar cuando un toro corre libre y con pujanza, con las velas preparadas para herir, rodeado por cientos de aficionados que le burlan, le llaman, le torean o se entretienen con él. Y aquí siempre los equipos médicos dando razón, fe y prestando su ayuda al necesitado, a la amplia nómina de toreros populares, corredores de encierros o participantes en capeas que han tenido el percance en una actividad a la que les gustaba, y les gusta, concurrir.
Por tanto, el esfuerzo médico y el de la administración que lo regula reglamentariamente para contribuir a paliar los problemas que se plantean a los participantes en cualquier fiesta de toros, de una u otra forma es único, insuperable, extraordinario, digno de reconocimiento, admiración y respeto. Por mi parte, a ellos y también a tantos y tantos médicos taurinos que velan por la salud taurina en los pueblos, mi brindis y afecto.
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