Las novilladas de promoción con la búsqueda de chavales que accedan a suceder a quienes se consideran maestros de la Tauromaquia siempre traía por la tierra aquellas leyendas de toreros que hicieron y marcaron una época. Los chavales vestidos de luces para la ocasión y los viejos maestros, aseados, oliendo a limpio y con la sonrisa en los labios intercambiando opiniones, vivencias y desgranando recuerdos de su ya inolvidable pasado.
En una de las últimas convocatorias de las celebradas en Valladolid se acercaron por el patio de cuadrillas dos personajes a los que pudimos retratar juntos tal y como puede apreciarse en la instantánea del comentario. Se trata del portugués Víctor Mendes y del español José Antonio Campuzano, dos toreros grandes, que más de un recuerdo podría ser desgranado por la memoria de quienes tuvieron la dicha, la fortuna de verlos torear.
Uno, sevillano de Écija, charlatán empedernido, hasta que un percance con un toro de Fuenteymbro en un tentadero le cortó la lengua y le afectó al maxilar y que contado así puede parecer nimio. Más que nada por cómo se lo tomó el propio afectado al decir: «estas cornadas del cuello, si no te dejan seco en el acto, suelen sanar rápido y afortunadamente la herida ha curado perfectamente. Me han quitado todos los puntos y lo único que me molesta aún es la placa que tengo en el maxilar superior. El toro me cortó la lengua y me partió el paladar y eso va a obligarme a comer papillas durante mínimo un mes y medio, que es más tiempo del que me gustaría. De todos modos, si no hablo mucho y no abro la boca apenas se notan los destrozos. Gracias a Dios estoy muy bien«.
Además de las heridas sufridas como torero, como representante apoderado y vestido de calle no se escapó del percance, recibiendo una cornada grave -30 centímetros en la pierna izquierda- en Cartagena de Indias hace diez años, cuando saltó para ayudar a Sebastián Castella, que había sido cogido.
Y su compañero Víctor Manuel Valentín Mendes, el torero portugués de más prestigio de la década de los años 80 y 90, no le va a la zaga en expresarse abiertamente, con soltura, delicadeza y musicalidad de fado, tal y como él mismo colocaba los rehiletes a los toros haciendo la suerte con majeza y cuadrando en la cara del burel para clavar banderillas. Ahora, la finca, los caballos, los toros y los galgos completan su dedicación.
Los dos hablaban de los recuerdos, alegres, gratos y sinceros, que les traía pisar de nuevo la arena del coso del paseo de Zorrilla, la emotividad y lo que supuso para sus vidas profesionales. Casi, casi ambos estaban para reaparecer por su aspecto físico envidiable, cuidado y de tipo fino una tarde de San Pedro Regalado en Valladolid de no hace tanto tiempo.
Y estos detalles apenas sin importancia los traían también las novilladas de promoción de Valladolid.
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