La faena hecha en todos los tercios por Morante de la Puebla ayer en Sevilla a un toro, bravo y encastado, de Domingo Hernández de nombre «ligerito» le hizo acreedor al premio máximo de dos orejas y rabo, siendo llevado a hombros hasta el hotel una vez terminada la corrida entre las aclamaciones del público. Hoy como ayer se repitió la historia con un matador de toros en plenitud, soberbio, elegante y señero como es este diestro sevillano por su forma de embarcar, parar, templar y mandar a una res brava.
Su cuerpo robusto produjo una sinfonía torera muy extraña de asimilar tras ver y comprobar una y otra vez las formas y maneras de quienes se dedican a repartir la sal por medio del arte de Cúchares.
Este hombre, de la Puebla del Río, tiene en sí mismo incardinadas las formas, las maneras, los actos, los momentos, incluso los atragantos que trae consigo toda lidia de toros, y sublimiza la historia aprehendiéndola entre sus manos y mostrándola a los demás con la serenidad grandiosa de su arte de torear.
Morante de la Puebla, torero, maestro de maestros, ya ha traspasado el umbral de la gloria de una profesión dura y entregada, sacrificada y hermosa, escaparate de la vida y la muerte, con su capote y muleta, dos pedazos de tela con la que es capaz de crear una armónica sinfonía de belleza singular frente a un toro bravo.
Por eso esta profesión de torero es la vocación de héroes, un cántaro de barro que muchos quisieran romper.
Ayer Morante en Sevilla nos hizo estar más orgullosos de la fiesta de toros, de su promoción y fomento y gritar, admirados, a todo pulmón:
Morante, ¡Olé!.
Foto: José FERMÍN Rodríguez
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