(Mi buen amigo, José Fermín Rodríguez, medinense y estupendo fotógrafo taurino que me ha acompañado muchas tardes de toros con su cámara para retratar las faenas, me envía una fotografía de un detalle torero captado en el interior de un callejón en cualquier plaza. A él y a su aportación siempre desinteresada, le dedico esta reflexión que la foto me inspira).
Aprieta fuerte la tela, ahondando el nervio y ahuyentando el miedo, que va a salir el toro. El subalterno apoyado en la contera del burladero de cuadrillas espera, avizorando la oscuridad de la manga de chiqueros, la salida del toro al ruedo. Mientras tanto la negrura se hace claridad y guadaña de muerte, el subalterno aprieta reciamente el capote que a su vez estira las orejas como el caballo de rejoneo, cuando el caballero se acerca de frente y por derecho al terreno del toro, para intentar oír mejor el bufido, resoplido inmenso, del animal, jadeo y estertor de la verdad.
La mano del torero, marcados huesos y tendones, se aferra a la tela en un reflejo condicionado por el miedo, la responsabilidad, el sobresalto, el canguelo… y la oreja del capote se estira recta y expectante ante la llegada del topetazo, como complemento del miembro humano que agarra el seguro defensivo con que cuenta el hombre en el trance.
Hay mucho que ver y que contar en la fiesta de toros. Y mucho más lo que recoger y exponer, sobre todo y especialmente porque cada corrida, cada festejo, trae consigo una anécdota, una historia más, un recuerdo, un relato, una leyenda en la que el hombre transforma su miedo y responsabilidad en algo tan bello como soñar un lance de media verónica pausada, encelado el animal, marcando el tiempo y el compás, acariciando tan solo el espacio que media entre el pitón del toro y la tela, recogidos los brazos, mecedores de un movimiento continuo y especialmente plástico.
Y tanto que decir que hasta el capote del torero habla de sus cuitas a quien quiera oírlo y a las lentejuelas de azabache, acogiéndose a un gesto, a una mueca, a un movimiento tan simple como el estirar sus orejas al viento de la tarde para enterarse mejor de lo que sale por chiqueros, mientras la barbilla del torero se apoya en la esclavina de la tela.
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