Solo dos toros de Zalduendo, corridos en quinto y sexto lugar, sirvieron a los toreros que les tocó su lidia. Un tal «imbebido» por aquello de que no hay quinto malo y un «guateque» para cerrar la corrida con momentos más de desconfianza, poca gracia, escaso empuje y flojera notable del resto de sus hermanos, salvaron la tarde para el público vallisoletano que viene a divertirse a los toros, como es lógico y razonable en esta singular fiesta de luz y color.
La temperatura más propia del verano que del otoño que ya asoma por la paramera hacía pensar una tarde de sol y moscas, sin chispa de viento, con tres maestros consagrados en esto de la tauromaquia, donde el sumo sacerdote valenciano Enrique Ponce ni se despeinó con ninguno de sus sacrificados.
Vestido con un terno tabaco y oro, y con ganas de agradar a su querido público vallisoletano que le aplaude hasta por la intención y por su consagrada dedicación, no le dejaron en demasía sus dos toros. El primero, reservón y descastado que abrió plaza, justo de fuerza pasó sin pena ni gloria. Ni le probó por la izquierda. Se perfiló y tras pinchazo hondo y descabello acabó con el «solvencia» insolvente del de Fernando Domecq que le tocó en suerte.
En su segundo un burraquito llamado «laberinto» , mansito y rajado, lo intentó pero se quejó ostensiblemente el diestro golpeando con fuerza la muleta con el estoque simulado tras perderla en un derrote del toro. Casi, casi se puede decir que del laberinto se fue al treinta como en el popular juego de mesa y caer en el pozo airón. Como decíamos los compañeros, casi nos quedamos sin palabras para poder contar lo que allí hubo y vimos. Además pinchó reiteradamente varias veces y tras descabellar escuchó pitos del respetable.
Sebastián Castella, el francés estuvo esforzado en su primero, valiente y entregado en su lidia, al que despachó con una estocada casi entera, recibiendo del palco, tras la petición escasa pero voceona, una oreja de este «lechuzo» que completaría en el quinto, noble y de mejor calidad de embestida, estupendamente lidiado por la cuadrilla, especialmente por Javier Ambel. Le citó a pies juntos en el centro del ruedo con mucha voluntad y acierto, sacando agua de un pozo que estaba en bajos niveles de fuerza. Recibió un aviso por alargar la faena en demasía, pero hubo un momento en que ya Castella se gustó sobremanera. A la hora de matar se tiró con fe y arriba, despenando al toro y pidiendo el público las dos orejas que le fueron concedidas por un palco demasiado generoso, a nuestro juicio.
Lograda ya la puerta grande por su compañero Castella, Miguel Ángel Perera que había recibido otra orejita en el tercero por una faena en la que pinchó sin soltar antes de lograr la estocada definitiva, salió por todas para no ser menos. Practicó una faena de temple y valor, entre los cuernos del toro, dejándose rozar los alamares, muy encimista, en el centro del ruedo, tras haber enjaretado a la res una serie con los pies juntos, sin moverse, al comienzo de la misma. Perera, aclamado y aplaudido con fuerza por los tendidos, toreó muy despacio, haciendo girar de forma inverosímil a su alrededor al toro. Volvió a pinchar sin soltar antes de lograr la estocada definitiva y de nuevo los pañuelos blancos del tendido le hicieron acreedor del triunfo por el que saldría, acompañado de Castella, por la puerta grande.
En resumen, una corrida aburrida en su primera parte. Con toros demasiado flojos y justos de fuerza, pero que mejoró en la segunda mitad de la misma gracias al tesón y el valor de dos toreros. La corrida tuvo demasiado escaparate, aunque poco contenido. Se ve que el riego del camión, tras la lidia del tercero y el repintado de líneas, asentó el suelo, refrescó el ambiente caluroso de la tarde y mejoró un festejo que hizo la tercera de abono de la feria de Nuestra Señora de San Lorenzo.
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