Hace un par de años el Foro taurino de Zamora que tiene dedicación y decisiones para arropar con fuerza la fiesta de los toros llamó a Zamora al diestro jerezano Rafael de Paula con el fin de rendirle un cálido y merecido homenaje por su trayectoria en ese proceloso mundo de los toros. En un momento dado cuando las palabras sinceran una vida dedicada a la vocación de torero, Rafael echó mano a su pañuelo para enjugar las lágrimas que brotaban de sus ojos vivarachos y escurrían por las mejillas ajadas ya de tiempo, edad y resoles. Allí hubo un momento de silencio y respeto otorgado por cuantos estábamos cerca, a su lado, acompañándole en el gran salón monacal zamorano de Coreses.
Rafael Soto Moreno, Rafael de Paula, lloraba no como el moro Boabdil al volver la cabeza para mirar a Granada por última vez, sino con la sinceridad de toda una vida recorrida por su sutil música callada entre los cuernos de un toro bravo y el mecido acompasado de un capote de torear. Lloraba Paula cuando le leían el pasaje de su amigo José Bergamín «yo he dicho a mi manera, con mi capote y mi muleta ante el toro, lo que él ha dicho con su pluma».
Ese llanto más o menos, tras una vida no exenta tampoco de polémica, es el recuerdo que me atrae para sentir de nuevo el estado de las cosas que acechan, embriagan, atontan, desbordan y enloquecen a quien dedica su vida a ser paladín del valor, vestido de luces, superando el miedo, el dolor y la miseria.
Mal bullen por estos días las cosas en el puchero de la vida para tantos y tantos toreros que una vez creyeron ver la sonrisa de su existencia, cuando no era otra cosa que la sombra descarnada de la muerte escondida detrás de un burladero tentando a la ocasión o cuando menos el olvido y ostracismo de los demás.
Sin ninguna duda que la parte fundamental de esta fiesta la protagonizan los toreros, los profesionales que se ponen delante. Bien es verdad que cada vez con mayores exigencias para que se dulcifique la mala leche, la acometividad, la dureza, la fuerza, la explosión de bravura de los toros y pueda darse el arte plástico, la armonía de conjunto, el acople, la gracia que atesoran huesos y manos, caderas y pies en un movimiento de giro alrededor de su figura por una fiera enloquecida en otro tiempo y hoy amainada y decadente en riesgo y emoción.
Rafael de Paula fue uno de los primeros toreros que me introdujo en ese mundo mágico, atrayente, hermoso y singular al verle torear en la plaza de Málaga con largura, cadencia y armonía que tiene difícil explicación pues es un sentimiento, un contacto íntimo entre la nobleza y el espíritu. Por eso, al verle llorar ya de viejo en esa noche zamorana de Coreses, de nuevo el recuerdo y la peculiar vivencia sale otra vez desde aquella silla venerable y adornada de escudos, repujados y colorines donde, sentado como patriarca, exponía a su público todas y cada una de las dificultades por las que discurre en estos momentos el arte de torear.
Y son los toreros, los grandes y los chicos, todos los maestros, quienes tienen sobre sus hombros la tremenda responsabilidad de hacer de la Tauromaquia una excelente vocación en un mundo cada vez más unificado, global, triste e inmaduro.
Si los aficionados lo entienden, ¿por qué lloras, maestro Paula?
Fotos: José FERMÍN Rodríguez
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