Mucho se está hablando de los obsequios que los Presidentes y las voces del público en las plazas de toros otorgan a los toreros. Desde el rabo a Morante en la Maestranza por aquello de abrirle la Puerta del Príncipe y compensar la cicatería de no haber premiado anteriormente otra faena, al precisar de tres trofeos para descorrer sus cerrojos, o la segunda oreja a Sebastián Castella dada ayer en Madrid o hace no tantos días a Emilio de Justo para que la puerta grande se les abriera de par en par como reconocimiento a la superación por el esfuerzo y trabajo, parece como si interesara más el triunfal acomodo, flor de un día, por aquello del qué dirán más que por el listón de la grandeza de una obra en este caso taurina y torera.
Se están premiando faenas que no han acreditado la perfección en todas sus líneas, desde que empieza hasta que terminan. Y así enseguida surgen las voces reclamando el galardón, en un alarde poco pensado, tras analizar despacio y con sentido, sino dejándose llevar por el sentimiento y la emoción momentánea, de un instante, lágrima y sonrisa fácil, pronto olvidada.
Desconozco si tanto triunfalismo como impera últimamente en muchas corridas de toros por parte de espectadores y público hacia los toreros, reclamando para ellos los premios y galardones sin que sus faenas hayan estado llenas de virtuosa y soberana templanza, tal vez pensando que eso aplacaría en cierta medida el maltrato que tiene por ahí la fiesta de los toros, está ya incardinado en la apreciación y demanda del público.
Si tuviéramos esta lapidaria cita de Alejandro Magno «La victoria que nos queremos es vencer con armas, no con fraude ni engaño porque quienes detrás vinieren no vean ni digan que con engaño venciste y las malas artes mengüen tu vencimiento» algo más presente haciéndola más cercana a la realidad que a la fantasía la cual en algunos momentos intenta colarse en nuestras vidas.
Es verdad que la vocación de torero es un encuentro cada tarde con la muerte, la desgracia, la herida, el dolor o la vida, el triunfo, el aplauso, el reconocimiento, como una moneda que tiene en sí misma la cara y la cruz de la luz o la oscuridad. Por eso es tan complicada esta actividad que llaman profesión de torero.
Pero a la misma le hace mal el triunfal optimismo tanto o más que el fracaso estrepitoso.
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