La Plaza de la Maestranza luce en este mes de mayo en todo su esplendor. La puerta del Príncipe, engrasada en sus goznes para abrirse de par en par a la solera y grandiosidad de un torero, es un emblema más e insignia de una ciudad que tiene a la fiesta de toros por bandera.
Los espectadores, ataviados de bonito, encorbatados los hombres y con puntilla las mujeres, abanicos de colores y gorrillas blancas como bonete de misacantano en la solana, espectáculo de luz y color, alegría y belleza, serenidad y albero, mientras fuera resuenan los cascabeles de las calesas y carros trayendo apurados a quienes quieren hacerlo de esta manera.
Todo está lleno de vistosidad, oropel y sonrisas. Es Sevilla, su feria de abril en mayo cuando los trigos encañan y están los campos en flor y el azahar de Sevilla impregna y embriaga con su característico olor y el olfato se hace instinto y perspicacia.
También otros, negrura en impostura y rechazo, gritan al diablo en contra de una fiesta que llena más corazones que los que vacía. Inútil acto que olvida la gente más pronto que tarde. Esos que vociferan con su sentido puesto en una fotografía, en una imagen, en que un medio les dé cobertura mediática contra la fiesta de los toros han logrado que la respuesta del resto se establezca más unida, mejor estructurada, más íntegra y comprometida y la llamada complete, atienda y demande ver a un hombre jugándosela con pasión y verdad frente a las astas de un toro en una tarde de fiesta.
Sevilla, feria de Abril y azahar. Encuentro del ayer y del hoy.
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