Esta es la esencia fundamental del toreo: La superación del miedo. Volar por encima, elevarse, dignificar una actuación ante la fuerza bruta de un toro bravo. Todos cuantos no estamos en el alma de cada persona torera que directamente debe enfrentarse para traspasar esa delgada línea roja que, a veces la casualidad, un incidente débil o grave, una circunstancia adversa aparecida de improviso en el camino del tiempo origina el estremecimiento, la desgracia, la fatalidad, la angustia, el llanto y el dolor en un segundo, en un instante, en un tiempo tasado por el destino de cada cual.
Hoy es costumbre y moda no hablar de la muerte, no mencionar tan siquiera la descarnada figura de la nada. Olvidar y creer en otra cosa distinta, más bonita, atrayente y enamorada. Pero la muerte ronda cada tarde en la plaza de toros y ese miedo insuperable en todo ser humano logra ser acallado, encauzado, dominado en cierta forma, para no sentir el influjo doloroso de la misma, novísimo al que todos de una u otra forma nos tendremos que enfrentar y sucumbir. Y la sonrisa, la música, el colorido, la lisonja, el aplauso, el poderío, la luz, la ovación el olé atronador, las palmadas, los ánimos, los apoyos… Todo ello esconde el precio que el torero se juega cada tarde ante un toro bravo la vida, el instante fatal de no ser por el ser y solo dejar el recuerdo y vivir en la memoria de quienes les conocimos.
Un torero es un personaje único, singular, extraño y capaz, en este mundo de mantequilla que nos pintan donde se esconde el dolor y la inmundicia y por supuesto el llanto y la muerte. Porque un torero afronta gallarda y voluntariamente el fin de su vida en cada tarde, arriesgando su juventud, su amor, su sonrisa y todo lo que de bueno tienen los hombres. Por eso tan solo se pide respeto para quien afronta ese nacimiento florecido y radiante con su figura tallada como si conformara el pétalo hermoso de un capote desplegado y el movimiento acompasado de sus brazos en ese secarral del jardín donde vive, embiste y cornea la muerte.
Por eso es tan grande, única y hermosa la fiesta de toros. Unos labios que se abren para sonreír, para besar, para sentir, pero también unos labios que pueden cerrarse de improviso ante la llamada ruda, agria, silenciosa y sin vuelta atrás de la muerte hacia la eternidad.
¡Qué inmensidad supone ser torero!.
Foto: José FERMÍN Rodríguez
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