En esta última semana con las ferias de Logroño y de Nimes terminadas ya y en capilla la de Zaragoza volvimos la atención hacia quienes empiezan en la difícil tarea de ser toreros. Novilleros que piden paso y quieren forjarse y formarse como toreros acudiendo a cualquier llamada, a no importa dónde si hay novillos a los que torear y en las condiciones muchas veces más que deprimentes, cambiándose en un polideportivo o en una habitación de la Casa Consistorial, vistiéndose de luces y echando la «pata alante» superando cualquier dificultad añadida, sea la que sea.
Aquellas imágenes de los chavales llegando a los pueblos con su hatillo al hombro, somnolientos, mal comidos y hambrientos de fama y triunfo, sabiendo que en la dificultad mayor es donde se forja la gran figura, ha quedado superada por las actuaciones que las Escuelas Taurinas llevan a cabo, formando y ayudando a los muchachos en su anhelada vocación de querer ser toreros. Allí en muchos pueblos se enfrentaban a toros curados en sudores, cuernos y metafísica, vacas corridas de otros tiempos y todo por dar unos pases y capotazos más o menos acertados, precisos y con cierta gracia que luego revertían en pasar por el tendido recogiendo en los capotes las monedas que les lanzaban algunos espectadores.
Con delectación e interés leo algunas de estas gestas llevadas a la pantalla del cine español como la protagonizada por Andrés Vázquez o aquellas innumerables películas con toreros protagonistas de su acción. En especial me gusta el relato de Enrique Marciel Bermejo, un novillero con caballos de ayer y que ahora vive en Canarias anhelando cada día aquel tiempo que se fue y que ya no volverá, pero que regresa a la península cuando puede y sigue dando capotazos y muletazos con la gracilidad y la torería de siempre a puerta cerrada.
Esta introducción de lo que fue y en ocasiones actuales sigue dándose, pues al novillero ni se le considera, ni se le facilitan demasiado las cosas en este mundo taurino duro y doblegado, incierto y esperanzado, falsario y orgulloso, ventajista y creativo, inmisericorde y solidario, gratificante y especialmente humano. Y aunque a los interesados no les importa tanto la comodidad y la respetuosa acogida como el integrarse y participar activamente en un festejo taurino, dan por bueno el tragar polvo, pasear por un barbecho, torear a campo abierto, llegar andando a la plaza sin saludos ni vítores ni aplausos, pero llenos de esperanza en su interior por una nueva tarde de toros.
El mundo del toro sigue anclado en su tradición pasada, olor de siglos, única e irrepetible. Por eso es apreciada y en ella encuentran muchos aficionados el por qué de su grandeza, cúspide a la que se llega con no pocos sudores, privaciones, polvo y desengaños. Y entre medias el orgullo de un novillero, de un aspirante a torero que seguramente quedará a medio camino andado por el proceloso tiempo de su vida.
Hay que hacer mención aquí de tantos y tantos pueblos de España, bien es verdad que cada vez menos, a los novilleros sin caballos porque ellos son el vivero de la fiesta, el origen, el comienzo, los primeros pasos, aunque estos se den, como en la foto que comentamos, entre las pajas y el polvo de un barbecho. Gracias a ellos, el rito de la lidia se mantiene en pie y la Tauromaquia sigue su existencial andadura entre nosotros. Lo demás es enseñanza para el futuro de una vocación profesional que ni es dulce, ni emotiva sino que está llena de dificultad. Por tanto, desde el principio hay que saber enfrentarse a ella con ánimo, entrega y alegría.
Foto: José FERMÍN Rodríguez
Deja una respuesta