Sin discusión. Todos de acuerdo, los de arriba y los de abajo, con la obra de arte hecha ayer por Fernando Adrián, un joven torero que se formó en la escuela de Arganda del Rey de la Fundación El Juli y que ayer en las Ventas mostró cómo se torea al natural a un bravo y encastado toro que le tocó en suerte en la corrida de Beneficencia.
Este torero madrileño ya dio muestras de su deseo por exponer su forma de entender el arte de torear, llegando incluso a ser exigido por el tendido que acabara con el animal y no continuara el sainete de aburrimiento frente el tercero de la tarde y que destapó el frasco de las esencias ante el que cerró encierro y corrida.
Comenzó su faena con pases cambiados por la espalda, para luego fajarse en extraordinaria serie al natural. La figura enhiesta, erguida, tiesa como un palo, sin doblez ni forzando, giraba en el sitio sobre sus talones y componiendo el pase con señera delicadeza. Otro cambio de embestida al burel al dársele por la espalda, ligando con uno de pecho de trazo circular que puso la plaza en pie. Rubricó con estocada entera y las dos orejas, merecidas, cayeron en su esportón, abriendo por segunda vez en pocos días la puerta grande de las Ventas, siendo aclamado con gritos de «torero, torero».
Seguí la corrida de beneficencia por la televisión, y estaba pasando casi, casi sin pena ni gloria, con chispas más que destacadas de Castella y Emilio de Justo, luchador contra el viento y la marea, cuando ante el último de la tarde un Juan Pedro Domecq, noble, bravo y repetidor, llegó la manera en la que un joven torero de Madrid puso de acuerdo a tirios y a troyanos, al Rey y a Roque, al que mira y al que ve con una composición bella y poderosa en la mano izquierda, esa de la que decían los viejos donde estaban los duros y los billetes para un torero.
Su esfuerzo mereció la pena en el homenaje y recuerdo a Iván Fandiño.
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