Volver a Fuentelapeña, la tierra de Claudio Moyano Samaniego el prócer insigne y político cabal y sin fisuras, al servicio de la educación y del ferrocarril españoles, cuando ya la fiesta de todos los Santos ha dejado paso al día de San Modesto y Florencia y las jornadas se acortan en la inclemencia del final del otoño y anuncio de fríos invernales, es uno de los momentos más apetecibles para seguir hablando de toros por tierras zamoranas, máxime para presenciar una de las faenas ganaderas más singular del mundillo taurino como es el herradero de las reses bravas.
El instante supone una pausa, un relajo y una atención para dedicar a los amigos a quienes tras estrechar sus manos, abrazar y darles el halago y carantoña, uno se llena de nuevo de vida y sensaciones.
La ganadería de Santa María de los Caballeros sigue su marcha, lenta pero inexorablemente, con esperanza, trabajo y fe en su futuro. Está establecida en el mismo valle de la Guareña, el viejo río que rinde pleitesía al Duero en una comarca zamorana de tradición torera y agropecuaria: Vadillo; Fuentesaúco; Bóveda; San Miguel; Guarrate; Villabuena; Argujillo; El Maderal o Villamor de los Escuderos, las nueve Villas de Valdeguareña cedidas a la orden de San Juan de Jerusalén por Doña Urraca. Sus espadañas y torres señalan el cielo y marcan el camino al viajero en el devenir de cada día.
La mañana de noviembre, nublada, me acerco a Fuentelapeña, acompañado de mi amigo Fermín Rodríguez, con pausa, sin prisas, aunando historia y trabajo. Accedemos al lugar tras dejar al lado un pequeño majuelo con unos babos que cuelgan e invitan a parar un instante para degustarlos. Tiro pendiente abajo limpiándome los berretes con el moquero, hasta llegar al pequeño caserío, al borde del camino entre dos cuarteles alambrados donde pacen vacas y reses que levantan la gaita de vez en cuando y observan a quien entra en la jurisdicción apacible, hoy algo revuelta por la circunstancia del herrado de hijos y nietos bovinos.
Como si hubiera sonado con fuerza la chifla del alguacil en el pueblo, un grupo de gazpacheros inquietos y otras gentes conforman la rebujiña que anualmente se ofrece en la ganadería para ayudar unos, fisgar los más y entretenerse todos con el herradero de los becerros.
Me recibe con atención y afecto Luisma García Fernández; también su mujer Ana Belén que lleva en la mano las hojas de la documentación del herradero, acta bautismal de los becerros, a falta de los padrinos que lo eran antes los agentes de la guardia civil con la relación de nombres y números para grabar al fuego; Carlos Encinas y Carlos Gutiérrez, ataviados con el mono verde de trabajo, llevando en un bolsillo los sprays cicatrizantes. Pregunto por el zamorano Luis Miguel Ballesteros, habitual en anteriores ediciones, y me dicen que está fuera de la provincia por razones de trabajo; Luis Antonio “Taru”, el popular ganadero de Valladolid que da toros en muchos de los pueblos y Cipriano Hebrero, Presidente del Colegio de veterinarios, quien lleva los números y anotaciones de crotales y herrado. Entre las tapias y acogidos a sagrado en el garigolo de la ganadería, debido al frío y a los turbiones intermitentes de lluvia, los benjamines de la explotación, Marcos e Iker, que quieren sin embargo encaramarse para ver a su sabor las operaciones del herradero, el más pequeño sin soltar la botella de un batido de chocolate que bebe con delectación.
En las corraletas están preparadas las 54 reses que componen la saca de este año 2012, 25 machos y 29 hembras. La primera en recibir las marcas a fuego, despidiendo un olor acre y picante a torreznos y pelos fritos, es una becerra de nombre “trabucona”, de capa negra a la que colocan la señal ganadera, la “L” de Ganaderos de Lidia Unidos y el número 2, entre el bramido y una humareda lógica. A continuación entra en el cajón para ser sellado el primer macho de la camada, un ejemplar de nombre “lujoso”, al que sujetan convenientemente José Alberto Torrero y Juan Carlos Encinas.
Y llegó la risa, para algunos el susto, hacia las 12 del mediodía cuando tras errar a “gavioto”, un añojo lustroso y cuajado, negro bragado, nada más acabar la operación y abrirle la puerta del mueco metálico, el animal se volvió al grupo de mirones haciéndoles tomar el olivo de maderas y talanqueras portátiles, embistiéndoles, repartiendo leña y produciendo la desbandada entre las carcajadas de quienes miraban acogidos a seguro. Para mí que al señor desconocido que se agarró a mí al verme subido en una pequeña telera al grito de “¡que viene, que viene”! y casi nos caemos los dos encima de la cara del torete, todavía no se le ha pasado el susto ni la cara pálida y descolorida que se le quedó al hombre al ver tan cerca al animal… y al que suscribe poco menos.
Las reses de Fuentelapeña, criadas en el valle de la Guareña, fuertes y duras, lustrosas y bien alimentadas, llevan la marca rasgada en la oreja derecha y orejisana en la izquierda y hacia las dos de la tarde todo había concluido.
Luego vendrían los comentarios, la charla, el embutido y la panceta, la carne a la brasa, el vino, los dulces y el brindis con un aguardiante especial en frascos con uvas digno de un marqués y que, al acabar, más de uno veía dos candiles donde había solo uno, y todo para celebrar una fiesta de raigambre tradicional y muy entretenida por tierras zamoranas de Fuentelapeña. ¡Mucha suerte, ganaderos!.
Fotografías: José Fermín Rodríguez
alejandro dice
enhorabuena y mucha suerte, Carlos, Luisma, Juan Carlos.
Esplanada dice
Desconocia yo que hubiera una ganaderia de la Union en Zamora actualmente