Clavó Don Antonio Machado en su obra la situación que envuelve a las personas de una tierra única y privilegiada como es España donde por un lado justicieros vociferantes y por otro los pausados, tranquilos y silentes, actúan y conforman una realidad que se hace evidente cada vez en más sitios y lugares. Y en una plaza de toros no podía ser menos.
Si esto lo aplicamos a la Plaza de toros de Madrid, Las Ventas, la llamada catedral del toreo mundial en donde los diestros toreros deben certificar su vocación al desnudo, sin ventajas ni cortapisas, todo se hace diáfano y claro.
Por un lado una parte del público critica duramente las ventajas y juzga a todos por su mérito y capacidad, silbando, voceando, gritando a quien ellos consideran situados en el escalafón, y cuanto más en la cúspide, más exigencia. Y así a ningún torero le pasan el cite, a veces de recurso, del pico de la muleta, por entender ventajista. Y a ningún toro consienten que su fenotipo y la flojera de patas no le permita embestir con fuerza y raza.
Otra parte acude silenciosa y tranquila, con la sonrisa en los labios y la alegría para divertir y divertirse, vestida de bonito, con compañía o sin ella, decidida a premiar cualquier cosa, a aplaudir hasta por las intenciones de quienes se ponen, vestidos de luces, delante de un toro en Madrid.
Los toros tienen sol y sombra; luz y oscuridad; blanco y negro; triunfo y fracaso; éxito y dolor. Una dualidad, una calabriada como nos gusta decir, de blanco y tinto.
Pero Madrid en esta época de incertidumbre marca a los demás la pauta. Y más ahora cuando la propaganda llena las vidas de las gentes y las mantiene a un lado o a otro de la línea delgada de su actuación correcta o incorrecta con método pausado o vociferante porque Madrid es mucho Madrid.
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